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Para qué sirvió la batalla – Sergio Wischñevsky

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-157295-2010-11-21.html

El 20 de noviembre de 1845 una flota enviada por Inglaterra y Francia avanzaba por el río Paraná hacia el interior del continente. Eran 22 barcos de guerra y 92 buques mercantes, estos navíos poseían la tecnología más avanzada en maquinaria militar de la época, impulsados tanto a vela como con motores a vapor. Una parte de ellos estaban parcialmente blindados, y todos dotados de grandes piezas de artillería forjadas en hierro y de rápida recarga, granadas de acción retardada y cohetes Congreve que causaban efectos devastadores. Disponían de 418 cañones y 880 hombres armados. Argumentaron que su presencia era por razones humanitarias y para garantizar el libre comercio. El gobierno de Rosas se dispuso a resistir las presiones de estas dos potencias europeas y decidió dar batalla. Los criollos esperaron a la flota en Vuelta de Obligado, un recodo donde el río se angosta a 700 m de orilla a orilla en la localidad de San Nicolás en Santa Fe. La idea era perpetrar una emboscada, contaban con seis barcos mercantes y 60 cañones construidos de apuro, con más fervor que pericia, con más voluntad que posibilidades de triunfo. Tres gruesas cadenas se desplegaron a lo ancho del Paraná para cerrar el paso, sostenidas por lanchones. Evidentemente no tenían chances, la desigualdad de fuerzas y de preparación era abismal. Sin embargo, es justamente esta evidencia lo que le otorga una nobleza especial al enfrentamiento. Fue una batalla perdida, la flota logró seguir avanzando y diezmó a las fuerzas de la Confederación, pero a partir de ese momento empieza otra historia.

Los opositores a Rosas habían convencido a los ingleses de que si atacaban iban a encontrar el apoyo y simpatía de los pueblos del litoral. De hecho, Florencio Varela dejó por escrito su entusiasmo con la llegada de la flota anglo-francesa y propició la separación de Paraguay, Uruguay y la creación de una república mesopotámica con la unión de Entre Ríos y Corrientes. En ese entonces el puerto de Montevideo era manejado por un comerciante inglés que tenía la concesión hasta 1848. Evidentemente muy buenos negocios, libres de impuestos, se presentaban como perspectiva al comercio europeo si lograban quebrar la resistencia a la “libre navegación” de los ríos Paraná y Uruguay.

La flota siguió su avance y tanto desde la prensa unitaria como desde medios británicos se festejaba la llegada de una nueva era comercial.

Pero los ecos de la batalla generaron una nueva resistencia, las poblaciones adyacentes a los ríos retiraron el ganado y todo aquello que pudiera servir de vitualla. Al pasar por las costas de San Lorenzo recibieron ataques de artillería como así también en otros puntos de la travesía. Al desembarcar en Corrientes y en Paraguay descubrieron con amargura que el alto costo de hambre, enfermedades y muerte no se ajustaba a los beneficios económicos que realmente esperaban obtener. Concluyeron que era mucho más racional reconocer la soberanía de la Confederación en sendos pactos que Inglaterra, y un año más tarde Francia, firmaron.

El gran triunfo fue dar la batalla. Quienes aseguran que el verdadero logro se dio en las negociaciones diplomáticas olvidan que en esas mesas de discusión siempre están presentes y juegan un rol fundamental la evaluación de las fuerzas y las voluntades en disputa.

Con la historia está sucediendo algo muy parecido a lo que se viene discutiendo en nuestro país con el periodismo. El historiador Luis Alberto Romero ha dicho que este “revival” de la Vuelta de Obligado abreva en un nacionalismo patológico que hace emerger al enano nacionalista que la sociedad argentina tiene muy arraigado. Por ello recuerda que para los historiadores profesionales la nacionalidad es una construcción social y no una esencia.

Eric Hobsbawm observó que la idea de nación reconoce tres etapas conceptuales muy diferentes: la primera ligada a la Revolución Francesa homologa nación con pueblo y tiene un carácter profundamente inclusivo. Todo el pueblo es la nación, el enemigo era la aristocracia. La segunda concepción es la que asociamos con las corrientes de derecha. El nacionalismo en este caso es excluyente. Enfrenta a las naciones, habla de superiores e inferiores, se desliza con facilidad al fascismo. El tercer nacionalismo posible es el que enfrenta a las naciones sometidas con sus metrópolis, es lo que se ha dado en llamar antiimperialismo y resalta los valores nacionales y la soberanía como impulso a la libertad a la autodeterminación de los pueblos. Por eso reivindicar en la historia aquellos momentos en los que se enfrentó a los imperios no es despertar al enano nacionalista sino muy por el contrario recordar que si bien es cierto que la nación no es una esencia, sino que es algo que se construye, está muy claro que esa construcción está jalonada de atrevimientos como el del 1845 y de derrotas que se convierten en victorias. En los días que corren es bueno tenerlo presente.

* Historiador, UBA.


La batalla de Obligado – Horacio González

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-157351-2010-11-23.html

En 1846, la prensa rosista, sobre todo el Archivo americano, dirigido por el sagaz polígrafo napolitano Pedro De Angelis, no dejaría pasar las importantes apreciaciones que el general San Martín enviaba precisamente desde Nápoles, donde se hallaba por razones de salud. Lo que había despertado el fervor de San Martín era la noticia de la batalla de Obligado, ocurrida unos meses antes, por lo que se ponía a disposición de Rosas. A pesar de sus dolencias, escribe varias cartas en donde incluso considera la eventualidad de la toma de Buenos Aires por parte de Francia e Inglaterra. En esa hipótesis, razonaría consejos militares de gran sutileza para poder recuperar la ciudad aun con milicias de menos calidad y cantidad que las europeas. Su escrito cumplía un papel de disuasión ante los poderes imperiales europeos.

Al final de sus días, el general dona su sable a Rosas a través de la cláusula tercera de su testamento. Rondaba su pensamiento un solo tema, la posibilidad de comparar la dimensión de la emancipación del dominio español con la lucha del gobierno de la Confederación Argentina contra las dos mayores potencias europeas, la Francia de Luis Felipe de Orléans y la Inglaterra que ya comenzaba su “era victoriana”, con sucesivos primeros ministros que el mundo recordaría, Melbourne, Peel, Palmerston, luego Gladstone y Disraeli.

Son los años de la revolución industrial madura, de la expansión del imperialismo mercantil, de la guerra del opio, de la hambruna irlandesa, de los cercos sobre el Río de la Plata en nombre de la “libre navegación de los ríos”. Rosas había estudiado bien la política inglesa y alguna vez se jactará de su amistad con Lord Palmerston, a quien al parecer pertenecía la propiedad que ocupará como exilado en las afueras de Southamptom. El Foreign Office es sutil y Rosas no lo es menos. Se conocen, se han combatido, secretamente se han admirado y comprendido.

En cuanto a Francia, gobierna Luis Felipe de Orléans, el régimen que Marx en Las luchas de clases en Francia había llamado la “monarquía financiera”. Su ministro Guizot era gran conocedor de la historia francesa e inglesa, rival de Palmerston pero no de Peel, admirador del gran historiador inglés Gibbon –del mismo modo que, muchos años después, también lo admiraría un ciudadano nacido en el país al que atacaría en dos oportunidades la marina de Francia: Jorge Luis Borges–. Rosas tampoco desconocía la política francesa y según una paradoja que Sarmiento considera en el Facundo, se valía de la propia prensa europea, que íntimamente despreciaba, para defender su gobierno. En efecto, el escritor francés Emile Girardin mantiene un diario, La Presse, que al parecer era financiado en cierto momento desde Buenos Aires para defender las posiciones del gobierno de la Confederación rosista en esos años de fuego, si es que algunos no lo son.

Rosas no carecía de pensamientos políticos elaborados, aunque no solía expresarlos en público. La liturgia barroca de su gobierno, tema de gran interés, hizo que se lo comparara con Felipe II. Había escrito un diccionario de lenguas pampas porque el mundo del orden, que era el suyo, implicaba saber el idioma en que se debía garantizar la sumisión de los vencidos. Fugazmente, despertaría el interés de Darwin, quien se cruza con él en medio de la pampa. Rosas era lector de viejos textos ultramontanos y de ciertos clásicos. Alguna vez ha citado a Burke y a De Maistre, se sabe que cuida una valiosa edición de la Etica a Nicómaco y se guía por pasmosas encíclicas papales.

Además, tiene Rosas una concepción del absolutismo político que no es de floración espontánea, sino que proviene de su familiaridad con textos sobre El Príncipe, escritos por consejeros finamente reaccionarios, entre otros –como lo prueba Arturo Sampay– un teórico de las monarquías del siglo XVIII, Gaspard Réal de Curban. Viviendo como exilado en el farm inglés, reprodujo las escenas de una granja pampeana, intentó escribir sus memorias, se carteó con sus fieles, recibió a Alberdi y a los Quesada, llegó a interesarle a Ernst Renan (que leyó manuscritos de Rosas que le fueron entregados por Adolfo Saldías) y condenó a la Comuna de París en 1871, empleando la expresión “comunistas” con el mismo valor que le adjudicaron los credos reaccionarios del todo el siglo XX.

He allí un tema. La batalla de Obligado hay que verla eminentemente “desde el sable de San Martín”, el mismo que en la década del ’60 del siglo XX fue motivo de disputas y capturas simbólicas por parte del peronismo. Pero no puede ser vista desde las propias opiniones de Rosas y su mundo cultural de terrateniente exuberante, con su gauchocracia aúlica y ritualista. Rosas fue más astuto que lo que Marx imaginaba cuando en sus escritos de 1850 sobre la India especulaba que la “astucia de la razón” debía hacerse responsable de la crisis de la dominación británica en países de ultramar, donde el imperialismo debía penetrar ampliamente para luego crear él mismo la contradicción que lo derrocaría.

Concreto, Rosas tiene la astucia del gran propietario de tierras, mimético con la lengua de sus subordinados, que arma milicias propias y que, sin dejar de ser un empresario ganadero moderno, lo es preservando más arcaísmos culturales que los que toleraban Marx y Sarmiento. Por eso libra batallas de autonomía territorial pero sin concepción antiimperialista o libertaria, sino más bien autocrática. En nada se desmerece con esto ninguna batalla, en la medida que no hay hecho que no sea paradójico.

El movedizo psicoanalista esloveno Slavoj Zizek se deslumbró con Rosas como lo había hecho antes Pedro De Angelis, aunque un siglo y medio después. Dice precisamente que Rosas es el ser paradójico que impulsó la unidad nacional sin ser demócrata, que era un republicano jacobino que sin embargo hablaba como un conservador y que, en suma, fue una persona de derecha que cumplió objetivos de izquierda. No son interesantes hoy estos pensamientos. Las paradojas existen, liberan las existencias aherrojadas, componen lo político en su realidad última, pero si son mal planteadas, pueden dar una explicación “rosista”, por lo tanto antediluviana, a hechos interesantes ocurridos durante el período de Rosas. Marx, como se sabe, juzgó a Bolívar como un anacronismo político que impedía el reinado universal de las precondiciones revolucionarias en el mundo. Las raíces de este error “europeísta” fueron muy bien explicadas por el pensamiento de la “izquierda nacional” y del socialismo latinoamericanista de José Aricó, hace ya muchas décadas. Pero la razón absolutista de Rosas no significa lo mismo que la imaginación libre del vasto Bolívar.

La tesis de un tiempo latinoamericano específico, capaz de darles singularidad a los procesos emancipadores de estas tierras –tema de absoluta vigencia–, precisa de todas maneras una noción amplia y sensible del tiempo universal y de los problemas complejos de la modernidad. ¿Hasta qué punto es posible omitir, de la sensibilidad emancipatoria anticolonial, los elementos de una comprensión lúcida del conflicto social moderno? San Martín ve en la Europa de 1848 síntomas de disgregación social, juzga la convulsión de las barricadas revolucionarias como un hombre de orden, que lo es, pero a diferencia de Rosas, no lanza rayos y centellas ni pide auxilio al Vaticano. En un libro que pensaba titular “La religión del Hombre”, Rosas iba a proponer una Liga de Naciones de la Cristiandad regida por el Papa, a la manera de la Santa Alianza. Victor Hugo y Mazzini le parecían solo contenibles por la mano fuerte de Napoleón III. La Primera Internacional le preocupaba, y se mantiene informado puntillosamente sobre los movimientos de los adeptos de Marx.

El revisionismo histórico rosista, en sus variantes republicana conservadora, ultramontana apostólica, nacionalista católica, nacionalista popular y nacionalista de izquierda, y en sus estilos más o menos documentalistas o legendarios, plebeyos o aristocráticos, es un movimiento publicístico ampliamente vigente en la conciencia pública y en los medios de comunicación. De ser la segunda voz, nunca endeble, de las interpretaciones historiográficas, ha pasado a ser ya la primera. Propone amplios modelos del pasado para un juicio inmediatista sobre el presente. Admitamos que las extrapolaciones del pasado muchas veces son hilos internos vibrantes de los grandes trabajos de investigación histórica. Pero en especial si se procede con delicadeza en la traslación, tratando los textos sin reduccionismos ni forzamientos.

Son tiempos éstos en que son necesarios nuevos aglutinamientos sociales de emancipación, que conjuguen temas nacionales, sociales, de sensibilidad cultural y con nuevos lenguajes públicos que no se cierren en forma unidimensional sobre liturgias venerables. Estas gestas son hechos que pueden transferirse al presente en la medida en que los grandes arquetipos se nutran también de la noción de que en la historia nada es traducible de inmediato. Esta traducción será obra de un cuidado analítico, del respeto documental, de la imaginación pública para que las leyendas nacionales sean relatos democráticos y que las sagas del pasado no aprisionen litúrgicamente la rica heterogeneidad del presente.

La Vuelta de Obligado fue una epopeya nacional notable, que significa también una nueva obligación a la vuelta de una larga discusión argentina. Demostró y demuestra que hubo y hay una “cuestión nacional”. Demostró y demuestra que los proyectos de modernización cultural no deben estar hipotecados a los poderes mundiales que se arrogan mensajes civilizatorios aunque se presentan con incontables coacciones. Demostró y demuestra que es posible conmemorar una proeza nacional y popular sin aprobar el régimen político bajo el cual ocurriera. Demostró y demuestra que la rica variedad de la historia argentina no puede ser encapsulada en géneros fijos y simbologías señoriales. Demostró y demuestra que estamos obligados a hacer de la historia transcurrida el alma libertaria de los poderes populares instituyentes que están en curso.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.


¿Por qué el 20 de noviembre es el Día de la Soberanía? – José María Rosa

http://www.telam.com.ar/vernota.php?tipo=N&dis=1&sec=1&idPub=203984&id=387330&idnota=387330

El 13 de enero de 1845 en París, noche nevosa según el testimonio de uno de los presentes, François Guizot, primer ministro de Luis Felipe, rey de los franceses, reúne a cenar en el Ministerio de Relaciones Exteriores a los técnicos del Plata que se encontraban en la capital de Francia.

De dicho ágape surgirá la intervención armada anglofrancesa, y su posible colaboración brasileña en los asuntos internos de las repúblicas sudamericanas.

Concurren el embajador de Inglaterra Lord Cowley, sir George Ouseley, que partiría al Plata llevando la intimación a Rosas, Mr.

De Lurde hasta entonces Encargado de Negocios francés en Buenos Aires, el almirante Mackau, ministro de Marina, y que conociera a Rosas en 1840 cuando fue a llevarle la paz por instrucciones de Thiers, Mr. Desages director general del Ministerio, y el vizconde de Abrantés en misión especial de Brasil para acoplarse a la proyectada expedición.

Los Antecedentes de la Intervención Desde 1842 andábase en ese negocio. Francia había fracasado en su intento de imponerse por la fuerza de sus cañones y de su dinero “que sembró la guerra civil” a la Confederación Argentina gobernada por un hombre del carácter férreo de Rosas.

Hacia 1842 la política de la `entente cordiale` de Inglaterra y Francia hizo renacer la posibilidad de una nueva intervención, esta vez combinadas las fuerzas militares de ambas naciones: no era admisible que los pequeños países surgidos de la herencia española obraran como si fueran Estados en uso pleno de su soberanía y se negaran a recibir los beneficios “libertad de comercio, tutelaje internacional, libertad de sus ríos navegables” de las «naciones comerciales».

Había que hacer, en primer lugar, de la ciudad de Montevideo una factoría comercial, de propiedad común anglofrancesa, desde donde dominar la cuenca del Plata después, establecer la ley de los mares “es decir, su libre navegación” a los ríos interiores argentinos, y finalmente dividir en mayores fragmentos esa Confederación Argentina que Rosas se había empeñado en mantener incólume del naufragio del antiguo y extenso virreinato del Plata.

De allí la nota conjunta que los ministros inglés y francés en Buenos Aires (Mandeville y De Purde) habían pasado a Rosas apenas producida la batalla de Arroyo Grande. Diciembre de 1842: prohibíase ayudar a Oribe a recuperar su gobierno oriental y se amenazaba con tomar las medidas consiguientes si los soldados argentinos atravesaban el Uruguay en unión con los orientales para expulsar las legiones extranjeras que mantenían a Montevideo.

Pero Rosas quedó sordo a la amenazas: contestó poco más o menos que en las cosas argentinas y orientales mandaban solamente los argentinos y los orientales. Consecuente con su respuesta el ejército aliado de Oribe, atravesó el Uruguay, y en febrero de 1843 empezó el sitio de Montevideo, defendida por las legiones extranjeras y por el almirante inglés Purvis.

En febrero de 1843 esperábase por momentos la intervención conjunta amenazada por la nota de Mandeville y De Lurde que Rosas había osado desafiar. Pero no llegaba. Es que 1843 no había sido un año propicio para la entente cordiale, amenazada de quebrarse por la cuestión del matrimonio de la joven reina de España.

La misión del argentino Florencio Varela De allí el desdichado fracaso del abogado argentino Florencio Varela, enviado a Londres en agosto de 1843 por el gobierno de la Defensa de Montevideo a indicación del almirante inglés Purvis.

Llevó instrucciones para convencer al canciller Aberdeen de que la «causa de la humanidad» reclamaba la inmediata presencia de la escuadra británica en el Plata.

Gestionaría también la «tutela permanente» inglesa a fin de salvar al Plata en adelante de la barbarie nativa. Intervención y tutela retribuidas “lo decían las instrucciones” con la libertad absoluta de comercio y la libre navegación de los ríos.

Para cumplir mejor su cometido y documentar la «causa de la civilización», la casa inglesa Lafone confeccionó en Montevideo un record de los actos de barbarie que convenía atribuir a Rosas.

El periodista argentino José Rivera Indarte, ducho para esos menesteres, recibió el encargo de redactar el record abultándolo de manera que impresionara en Europa: se le pagó un penique por cadáver atribuido a Rosas.

Confeccionó Las tablas de sangre, que por dificultades de impresión no estarían listas en el momento de embarcarse Varela, pero le llegarían a Londres a los fines de su misión.

Aberdeen recibió a Varela. El trato no fue el esperado por el argentino. No obstante traducirle Las tablas de sangre, el inglés no pareció emocionarse con los horrores recopilados por Rivera Indarte; tampoco tomó en serio «la tutela permanente» ni las cosas que le ofrecía el ex argentino.

Le contestará fríamente que Inglaterra defenderá la «causa de la humanidad» dónde y cómo lo creyera conveniente, sin menester de promotores ni alicientes, y se le importaba un ardite cuanto pudieran ofrecerle los nativos auxiliares.

Inglaterra haría y tomaría lo que más le conviniese, sin otro acuerdo que «con las grandes naciones comerciales» asociadas a la empresa.

Varela no entiende; nunca entendió nada de la política americana ni de la europea. No comprende ese desprecio hacia «su gobierno» tan favorable a Inglaterra, ni que se hiciera caso omiso de sus tentadoras ofertas; jamás tuvo conciencia de su posición ni sentido de las distancias.

Váse de Europa “después de una gira por París, donde tuvieron mayor éxito las Tablas de sangre” mohino y decepcionado de los «poderes civilizadores». «La Inglaterra “escribe en su Diario de viaje” no conoce ni sus propios intereses».

La cena de Guizot En 1844 las cosas mejoraron y la `entente cordiale` pudo reanudarse. Más alerta Brasil que el despistado gobierno de Montevideo, envía entonces su comisionado: el vizconde de Abrantés.

Aberdeen lo recibe mejor que a Varela; al fin y al cabo Brasil era un imperio constituido y no un gobierno nominal de ocho cuadras escasas, mantenido a fuerza de subsidios y de legiones.

Pero Inglaterra no quiere la participación de Brasil en la empresa a llevarse en el Plata; no le convenía fortalecer ese imperio americano ni darle entrada al Plata.

Como Abrantés representaba a un emperador no podía despedirle a empujones, como lo hizo con Varela; lo hará más diplomáticamente, pero lo hará.

Tras conversar con Abrantés en Londres (que también ha venido a hablarle «de la causa de la civilización», oyendo del inglés el despropósito de «que la existencia de la esclavitud en Brasil era vergüenza mayor que todos los horrores atribuidos a Rosas por sus enemigos», lo despacha a París.

Allí se arreglará la intervención en definitiva y la posible participación de Brasil.

Pero eso es la cena de Guizot en el ministerio la noche del 13 de enero de 1845. Muy a la francesa se discutirá la acción en la sobremesa. Y al servirse el café y el coñac, Guizot abre el debate sobre el interrogante ¿Qué propósito y qué medios dar a la intervención? Abrantés no se anima a postular «la causa de la civilización» después de lo ocurrido con Aberdeen.

Las Tablas de Sangre podían ser útiles para impresionar al gran público, pero evidentemente no producían efecto en los políticos.

Sin embargo, todos son partidarios de pretextar ostensiblemente la «causa de la civilización», pero agregándole las «necesidades de las naciones comerciales», la «independencia de Uruguay, Paraguay y Entre Ríos» que había que preservar de la Confederación Argentina, y la «libre navegación de los ríos» argentinos, orientales, paraguayos y entrerrianos.

En cuanto a Rosas… Mackau, que lo ha conocido en 1840 hace su elogio: es un patriota insobornable, un político hábil, un gobernante de gran energía y un hombre muy querido por los suyos.

Desde luego, es un obstáculo para los planes de la intervención y costaría llevarlo por delante; aunque contra las escuadras combinadas nada podría hacer.

De Lurde, que también lo ha conocido en Buenos Aires, se desata en elogios para Rosas: su gobierno ha impuesto el orden donde antes imperaba el desorden; tal vez los argentinos se hubieran acostumbrado a obedecer a una autoridad y pudiera reemplazárselo por otro gobernante más amigo de los europeos, pero la cuestión es que Rosas no cedería a una intervención armada: «se refugiaría en la pampa y desde allí hostilizaría a los puertos».

A su juicio la intervención irá a un completo fracaso; mejor era dejar las cosas como estaban y tratar con Rosas de igual a igual «sacándole los beneficios comerciales posibles».

Abrantés está de acuerdo, en parte, con De Lurde. Pero no cree que la intervención iría a un completo fracaso. Combinadas Inglaterra, Francia y Brasil, su fuerza sería irresistible; a Rosas podría perseguírselo hasta el fondo de la pampa. Pero, eso sí, deberían emplearse todos los medios para obtener el triunfo.

En caso de no emplearse medios eficaces (expedición marítima y fuerzas de desembarco en número aplastante), mejor era olvidarse de una intervención y «no exponerse a la irritación de un hombre como Rosas».

Ouseley trae le palabra de Inglaterra. Nada de expediciones de desembarco que por dos veces habían fracasado en Buenos Aires (1806 y 1807).

Lo que se buscaba era otra cosa, para lo cual el gobernante argentino carecía de fuerza para oponerse: una gran expedición naval que levantara el sitio de Montevideo, tomara posesión de los ríos, y gestionara y mantuviera la independencia del Uruguay, Entre Ríos y Paraguay.

De Montevideo se haría una factoría para las grandes naciones comerciales; de común acuerdo entre las nacionales comerciales y Brasil, se fijarían los límites de los nuevos Estados del Plata.

Buenos tratados de comercio, alianza y navegación los unirían con las naciones comerciales.

Abrantés se desconcierta ante esa repetición de «las naciones comerciales» que parecerían excluir a Brasil, y pregunta cuál sería la participación del Imperio en la empresa. «El ejército brasileño operaría por tierra concluyendo con Oribe».

Abrantés protesta, pues eso sería «recibir solo la animosidad de Rosas, pues las fuerzas de Rosas se manifestarían por tierra, si los tres aliados participaban en común, también en común deberían emplearse».

Cowley corta: Inglaterra no enviará expediciones terrestres.

Mackau no quiere la participación de Brasil «que complicaría la cuestión». Ouseley añade que por una fuerte expedición naval podrían cumplirse los objetivos de la intervención: en cuanto a Rosas y su Confederación Argentina, aislados al occidente del Paraná, no podrían oponerse a lo que se hiciera a oriente de este río.

Guizot resume las opiniones como final del debate.

Se emplearían «solamente medios marítimos», a no ser que Brasil quisiera, usar su ejército de tierra; la acción naval sería suficientemente poderosa para hacer a los aliados dueños de los ríos, del Estado Oriental, de la Mesopotamia y del Paraguay, cuya «independencia se garantizaría».

Estos Estados se unirían con sólidos lazos comerciales y de alianza con los interventores.

Brasil se retira Abrantés informa esa noche a su gobierno. Ha comprendido que muy diplomáticamente no se quiere la participación brasileña.

No solamente Aberdeen le ha exigido la renovación de los leoninos tratados de alianza y de tráfico de esclavatura como previos a la alianza, sino Brasil no obtendría objetivo alguno en la intervención.

Todo sería para las naciones comerciales; que fijarían los límites de los nuevos Estados con el Imperio (desde luego, en perjuicio del Imperio), y serían las solas dueñas de las nuevas repúblicas. Brasil vería cortarse para siempre su clásica política de expansión hacia el sur.

Además, dejarle la exclusividad de las operaciones terrestres contra Rosas era una manera de obtener el retiro del Imperio, pues Brasil no tomaría exclusivamente semejante responsabilidad. Y dando por terminada su misión se retira de París.

Empieza la Intervención Gore Ouseley, portando el ultimátum previo a la intervención, viajó a Buenos Aires. Exigió el retiro de las tropas argentinas sitiadoras de Montevideo, juntamente con las orientales de Oribe y el levantamiento del bloqueo que el almirante Brown hacía de este puerto.

Se descartaba su rechazo por Rosas. Poco después llegaba el barón Deffaudis con idéntico propósito en nombre de Francia.

Mientras Rosas debate con los diplomáticos el derecho de toda nación, cualquiera fuere su poder o su tamaño para dirigir su política internacional sin tutela foráneas, se presentaron en Montevideo las escuadras de Inglaterra y Francia comandadas respectivamente por los almirantes Inglefield y Lainé.

Pendientes aún las negociaciones en Buenos Aires, ambos almirantes se apoderaron de los buquecillos argentinos de Brown que bloqueaban Montevideo, arrojaron al agua, la bandera Argentina y colocaron al tope de ellos la del corsario Garibaldi.

Ante ese hecho -ocurrido el 2 de agosto de 1845- Rosas elevó los antecedentes a la Legislatura, que lo autorizó «para resistir la intervención y salvar la integridad de la patria». Ouseley y Deffaudis recibieron pasaportes para salir de Buenos Aires. La guerra había empezado.

Obligado (20 de noviembre) El 30 de agosto la escuadra aliada íntima rendición a Colonia, que al no ser acatada es desmoronada a cañonazos al día siguiente. Garibaldi, con los barcos argentinos, de los que ahora es dueño, participa en este acto y se destaca en el asalto que siguió.

El 5 de septiembre los almirantes se apoderan de Martín García: Garibaldi, con sus propias manos -que más tarde serían esculpidas en bronce en una plaza de Buenos Aires-, arrió la bandera argentina.

De allí la escuadra se divide. Los anglofranceses remontan el Paraná, mientras Garibaldi toma por el Uruguay y sus afluentes: el corsario se apodera y saquea Gualeguaychú, Salto, Concordia y otros puntos indefensos, regresando a Montevideo con un enorme botín de guerra.

Mientras tanto Hontham y Trehouart navegan el Paraná en demostración de soberanía, y para abrir comunicaciones con su ejército «auxiliar» que, al mando del general Paz, obraba en Corrientes.

Pero el 20 de noviembre, al doblar el recodo de Obligado, encuentran una gruesa cadena sostenida por pontones que cerraban el río, al mismo tiempo que baterías de tierra iniciaban el fuego.

Es el general Mansilla, que por órdenes de Rosas ha fortificado la Vuelta de Obligado y hará pagar caro su cruce a los interventores.

Al divisar los buques extranjeros ha hecho cantar el Himno Nacional a sus tropas y abierto el fuego con sus baterías costeras.

Hontham y Trehouart contestan y llueven sobre la escasa guarnición Argentina los proyectiles de los grandes cañones de marina europeos.

Siete horas duró el combate, el más heroico de nuestra historia (de las 10 de la mañana a las 5 de la tarde). No se venció, no se podía vencer.

Simplemente, quiso darse a los interventores una serena lección de coraje criollo. Se resistió mientras hubo vidas y municiones, pero la enorme superioridad enemiga alcanzó a cortar la cadena y poner fuera de combate las baterías.

Bizarro hecho de armas, lo califica Inglefield en su parte, desgraciadamente acompañado por mucha pérdida de vidas de nuestros marinos y desperfectos irreparables en los navíos.

Tantas pérdidas han sido debidas «a la obstinación del enemigo», dice el bravo almirante.

¿Se ha triunfado? La escuadra, diezmada y en malas condiciones, llega a Corrientes, y de allí intenta el regreso.

En el Quebracho, cerca de San Lorenzo, vuelve a esperarla Mansilla con nuevas baterías aportadas por Rosas. Otra vez un combate, otra vez «una victoria» -el paso fue forzado- con ingentes pérdidas.

Desde allí los almirantes resuelven encerrarse en Montevideo; transitar el Paraná es muy peligroso y muy costoso.

Se deshace el proyecto de independizar la Mesopotamia gestionado por los interventores en el tratado de Alcarás porque Urquiza ya no se sintió seguro. Se deshace la intervención.

Poco después -13 de julio de 1846- Samuel Tomás Hood, con plenos poderes de Inglaterra y Francia, presenta humildemente ante Rosas el «más honorable retiro posible de la intervención conjunta». Que Rosas lo haría pagar en jugoso precio de laureles.

Por eso el 20 de noviembre, aniversario del combate de Obligado, es para los argentinos el Día de la Soberanía.

Algunos panegiristas de Varela han negado la imputación de Paz, por no referirse las instrucciones de Varela a la independencia de la Mesopotamia. Pero nada tenían que decir estas instrucciones del gobierno de Montevideo sobre un asunto que le era ajeno. Por otra parte, la imputación de Paz no puede asombrar a quien conozca la política de esos años: la independencia de la Mesopotamia era un viejo propósito acariciado por quienes buscaban fragmentar en mayores porciones al antiguo virreinato. Lo quisieron Inglaterra y Francia en 1845; lo quiso Brasil en 1851. No lo pudieron cumplir los primeros por la enérgica repulsa de Rosas; no lo pudo hacer el último por la oposición inglesa a crearse una republiqueta en beneficio de Brasil. En beneficio suyo -como en 1845 y 1846- era otra cosa. Urquiza no fue ajeno a ambas propósitos de desmembrar la Argentina.

Volviendo a Varela. Pese a la radical expresión de la Historia de la Academia «La acusación de desmembrar la mesopotamia hecha a Varela -no tenía más falta que la de ser equivocada-. Si llega a formularse nuevamente deberá ser calificada de infundada» VII, 2º sc., p.265), lo cierto es que Varela, Carril y la mayor parte de los unitarios y aún el mismo Urquiza querían desmembrar la Mesopotamia. La prueba documental es terminante y decisiva.

En realidad, poco importa lo que dijera o pretendiera Florencio Varela. La desmembración de la Mesopotamia no hubiera sido lo más lamentablemente deplorable de su triste misión. Quién tenía instrucciones para ofrecer la tutela permanente de Inglaterra en el Plata, importa poco que hubiera querido dividir administrativamente a su patria en dos o catorce porciones. (Télam)

(*) Historiador (1906-1991)


La vuelta de la soberanía – Pacho O’Donnell

http://sur.elargentino.com/notas/la-vuelta-de-la-soberania

Vuelta de Obligado

Vuelta de Obligado

El Combate de la Vuelta de Obligado es la expresión a cañonazos de un conflicto que recorre la historia argentina: la disputa entre las ambiciones de las dirigencias vendepatrias asociadas con las potencias exteriores del momento, enfrentadas con los intereses de los sectores populares que encontraron la fuerza de su expresión con Rosas, Yrigoyen, Perón y los Kirchner (P. O’D.)
El combate de la Vuelta de Obligado es, junto al Cruce de los Andes, una de las dos mayores epopeyas de nuestra Patria. Una gesta victoriosa en defensa de nuestra soberanía que puso a prueba exitosamente el coraje y el patriotismo de argentinas y argentinos, lamentablemente silenciada por la historiografía liberal escrita por la oligarquía porteñista, antipopular y europeizante, vencedora de nuestras guerras civiles del siglo XIX.
Corría 1845. Las dos más grandes potencias económicas, políticas y bélicas de la época, Gran Bretaña y Francia, se unieron para atacar a la Argentina, entonces bajo el mando del gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. El pretexto fue una causa “humanitaria”: terminar con el gobierno supuestamente tiránico de Rosas, que los desafiaba poniendo trabas al libre comercio con medidas aduaneras que protegían a los productos nacionales, y fundando un Banco Nacional que escapaba al dominio de los capitales extranjeros.
Los reales motivos de la “intervención en el Río de la Plata”, como la llamaron los europeos, fueron de índole económica. Deseaban expandir sus mercados a favor del invento de los barcos de guerra a vapor que les permitían internarse en los ríos interiores sin depender de los vientos y así alcanzar nuestras provincias litorales, el Paraguay y el sur del Brasil. Dichas intenciones eran denunciadas por los casi cien barcos mercantes que seguían a las naves de guerra.
Otro objetivo de la gigantesca armada era desnivelar el conflicto armado entre la Argentina y la Banda Oriental (hoy República del Uruguay) a favor de ésta, que los franceses consideraban entonces protectorado propio. También independizar Corrientes, Entre Ríos y lo que es hoy Misiones formando un nuevo país, la “República de la Mesopotamia”, que empequeñecería y debilitaría a la Argentina y haría del Paraná un río internacional de navegación libre.
Los invasores contaron con el antipatriótico apoyo de argentinos enemigos de la Confederación rosista, que se identificaban como “unitarios”, muchos de ellos emigrados en Montevideo. Fueron ellos los que, vencedores del federalismo popular, escribieron nuestra historia oficial, lo que explica que la epopeya de Obligado haya sido ominosamente ignorada hasta nuestros días.
Ingleses y franceses creyeron que la sola exhibición de sus imponentes naves, sus entrenados marineros y soldados, y su modernísimo armamento bastarían para doblegar a nuestros antepasados como acababa de suceder con China. Pero no fue así: Rosas, que gobernaba con el apoyo de la mayoría de la población, sobre todo de los sectores populares, decidió hacerles frente.
Encargó al general Lucio N. Mansilla conducir la defensa. Su estrategia fue la siguiente: dado que se trataba de una operación comercial encubierta, el objetivo era provocarles daños económicos suficientes como para hacerlos desistir de la empresa y lograr así una victoria estratégica que vigorosas negociaciones diplomáticas harían luego contundente.
Mansilla emplazó cuatro baterías en el lugar conocido como Vuelta de Obligado, donde el río se angosta y describe una curva que dificulta la navegación. Allí, nuestros heroicos antepasados tendieron tres gruesas cadenas sostenidas sobre barcazas y de esa manera lograron que durante el tiempo que tardaron en cortarlas, los enemigos sufrieran numerosas bajas en soldados y marineros y devastadores daños en sus barcos de guerra y en los mercantes. El calvario de las armadas europeas y los convoyes mercantes que las seguían continuó durante el viaje de ida y de regreso, siendo ferozmente atacadas desde las baterías de Quebracho, de Tonelero, de San Lorenzo y, otra vez, desde Obligado.
Lucio N. Mansilla se puso valientemente al frente de sus tropas para rechazar el desembarco de los enemigos y resultó gravemente herido.
La estrategia fijada por Rosas y Mansilla tuvo éxito y las grandes potencias de la época finalmente se vieron obligadas a capitular aceptando las condiciones impuestas por la Argentina y cumpliendo con la cláusula que imponía a ambas armadas, al abandonar el río de la Plata, disparar veintiún cañonazos de homenaje y desagravio al pabellón nacional.
Desde su destierro en Francia, don José de San Martín, henchido de orgulloso patriotismo, escribió a su amigo Tomás Guido el 10 de mayo de 1846: “Los interventores habrán visto por este échantillon que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca” y más adelante felicitaría al Restaurador: “La batalla de Obligado es una segunda guerra de la Independencia”. Y al morir le legó su sable libertador.


De qué hablamos cuando hablamos de soberanía – Calixto Vergara y Santiago del Río

http://www.rosario3.com/noticias/noticias.aspx?idNot=81621

Documental elaborado por Calixto Vergara y Santiago del Río, explica en forma de clase magistral los hechos que llevaron a que el 20 de noviembre se festeje el Día de la Soberanía Nacional

Parte I

Parte II

Parte III


El combate de la Vuelta de Obligado – O’Donnel, Pigna, Di Meglio, Harari

http://tiempo.elargentino.com/notas/combate-de-vuelta-de-obligado-bajo-lupa-de-cuatro-historiadores

Pacho O’Donnell
soberanía parecería ser un término abstracto. En el caso del combate de la Vuelta de Obligado tuvo muy poco de abstracto. Rosas tenía un concepto de soberanía bien claro, y estaba relacionado a lo territorial. En aquel entonces, cuando los imperios se habían lanzado al mundo para conquistar nuevos territorios, la Argentina no perdió un metro cuadrado. Y eso que Rosas tuvo que sostener dos guerras con Francia, una con Inglaterra, otra con Brasil, otra con la Confederación del mariscal Santa Cruz, tuvo conflictos con Chile y también con la Banda Oriental.

Sí perdió territorio inmediatamente después de la Batalla de Caseros, mediante un pacto con Brasil por el cual entregó las Misiones Orientales. De haber triunfado en 1845 la intervención anglofrancesa, hubiéramos sufrido el desgajamiento de lo que ya entonces tenía nombre: la República de la Mesopotamia.

Las Provincias Unidas del Río de la Plata ya nos habíamos partido, de acuerdo a la política exterior del Foreign Office, que se había propuesto fragmentar las nuevas naciones salidas de las colonias españolas. Estábamos partidos en cuatro partes.

La Vuelta de Obligado tuvo un valor pedagógico. Es una metáfora a cañonazos de un drama que recorre la historia argentina: la alianza de sectores dirigentes propios, vernáculos, con intereses extranjeros, en gran beneficio para los socios interiores.

En aquel momento, era la alianza oligárquica librecambista, porteñista, los unitarios exiliados, unidos a las grandes potencias de su tiempo con el propósito de readueñarse del poder en Buenos Aires, del que habían sido desalojados por Rosas y los sectores populares. El equivalente, hoy, son los aliados de la dirigencia argentina con los bancos depredadores, con el FMI, con los intereses que nos han endeudado hasta el estrangulamiento, sin que ese dinero se haya reinvertido. Dinero que fue a parar a bolsillos de extranjeros y de sus socios.

El combate de intereses antipatrióticos e intereses nacionales y populares sigue vigente hoy. Pero hay momentos en la historia en que estos últimos intereses, los nacionales y populares, han logrado confrontar con los poderes exteriores y sus aliados interiores, y eso sucedió cuando lograron liderazgos creíbles y eficaces, como fueron los casos de Rosas, de Yrigoyen, Perón y Evita, y seguramente el de los Kirchner en la actualidad.

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Gabriel Di Meglio

Nacional, provincial o latinoamericana? La elevación del 20 de noviembre a efeméride nacional de primer orden ha generado distintas reacciones, como alegría porque hay un feriado más o sorpresa para quienes se enteraron ahora de su existencia.

En el “progresismo” ha provocado cierto resquemor entre los que temen las consecuencias que puede tener afianzar el nacionalismo tradicional, pero ha sido bien recibida por quienes le dan a la fecha un significado antiimperialista.

Desde el punto de vista histórico, celebrar el Día de la Soberanía “Nacional” apelando a la batalla de la Vuelta de Obligado presenta dos paradojas. Por un lado, en la época la idea de pertenecer a una nación, la argentina, estaba en formación, y si algunos sectores de las clases altas compartían la noción de una identidad común, a nivel popular esto era menos claro y primaban las identidades locales. La otra cuestión es qué estaba defendiendo Rosas cuando decidió enfrentar la intromisión extranjera en el Río Paraná. Por un lado, cuidaba la dignidad de su gobierno ante la altivez de los anglofranceses, pero a la vez protegía el interés porteño en evitar la libre navegación de los ríos. Esa posición no era “nacional”: al prohibir la apertura de los ríos interiores al comercio internacional, se aseguraba que todo él pasara por el puerto de Buenos Aires, que no compartía los beneficios con el resto. De hecho, unos años más tarde Entre Ríos y Corrientes se levantarían contra Rosas –a quien iban a vencer–, y la libre navegación de los ríos sería uno de sus principales reclamos.

De todos modos, la fecha tiene una gran importancia. Y la tuvo en su momento: la valiente defensa de las tropas de Mansilla fue saludada efusivamente en distintos países americanos, incluidos los EE UU (que todavía no era una potencia imperial). El gobierno de Rosas ganó mucho prestigio como defensor de América frente a la prepotencia europea. Y se fortaleció un rasgo clave de la ideología rosista: el americanismo criollista, parte de la herencia de las revoluciones de independencia en toda América, que construyeron la idea de un continente libre y republicano frente a una Europa despótica.

Dado que hoy la integración latinoamericana es una apuesta concreta y la única viabilidad de nuestros países parece estar en ella, quizá sea más atractivo pensar fechas como el 20 de noviembre en clave latinoamericana, como se hizo en aquel tiempo. Si alguna vez queremos tener una identidad común por sobre las identidades nacionales, podemos empezar a construir un pasado común.

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Felipe Pigna
En la mañana del 20 de noviembre de 1845 pudieron divisarse claramente las siluetas de cientos de barcos. El puerto de Buenos Aires fue bloqueado nuevamente, esta vez por las dos flotas más poderosas del mundo, la francesa y la inglesa, históricas enemigas que debutaban como aliadas, como no podía ser de otra manera, en estas tierras.

La precaria defensa argentina estaba armada según el ingenio criollo. Tres enormes cadenas atravesaban el imponente Paraná de costa a costa, sostenidas en 24 barquitos, diez de ellos cargados de explosivos. Detrás de todo el dispositivo, esperaba heroicamente a la flota más poderosa del mundo una goleta nacional.

Aquella mañana, el general Lucio N. Mansilla, cuñado de Rosas y padre del genial escritor Lucio Víctor, arengó a las tropas: “¡Vedlos, camaradas, allí los tenéis! Considerad el tamaño del insulto que vienen haciendo a la soberanía de nuestra Patria, al navegar las aguas de un río que corre por el territorio de nuestra República, sin más título que la fuerza con que se creen poderosos. ¡Pero se engañan esos miserables, aquí no lo serán! Tremole el pabellón azul y blanco y muramos todos antes que verlo bajar de donde flamea.”

Mientras las fanfarrias todavía tocaban las estrofas del Himno, desde las barrancas del Paraná, nuestras baterías abrieron fuego sobre el enemigo. La lucha, claramente desigual, duró varias horas hasta que por la tarde la flota franco inglesa desembarcó y se apoderó de las baterías. La escuadra invasora pudo cortar las cadenas y continuar su viaje hacia el norte. En la acción de la Vuelta de Obligado murieron 250 argentinos y medio centenar de invasores europeos.

Pero tres años más tarde, los bloqueadores se ven obligados a firmar la Convención Arana-Southern, que se selló el 24 de noviembre de 1849. El gobierno inglés se obligaba a “evacuar la isla de Martín García”. Por el artículo 4º, el gobierno de su Majestad reconocía “ser la navegación del Río Paraná una navegación interior de la Confederación Argentina y sujeta solamente a sus leyes y reglamentos, lo mismo que la del Río Uruguay en común con el Estado Oriental”. Hoy, la defensa de la soberanía pasa por profundizar el modelo industrial productivo inclusivo, libre de ataduras a las recetas, y los modelos de los llamados generosamente “organismos multilaterales de crédito”, que lo son en realidad de la usura, el atraso y la regresión en políticas sociales, fiscales y salariales.

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Fabián Harari
Soberano es aquel que tiene el poder supremo y, por lo tanto, a lo largo de la Historia uno puede encontrar distintas formas: en la Antigüedad, bajo el feudalismo y en la República moderna. La revolución burguesa trae la idea de que la soberanía reside en algo que se llama “pueblo” (que no sabemos muy bien qué es). Ahora bien, si uno lee la Constitución, allí dice que este “pueblo” es soberano, pero que “no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes”. Eso significa que, en realidad, la soberanía remite a una institución específica que es el Estado. Y ese Estado responde a una clase social: la burguesía. La soberanía nacional, entonces, no es otra cosa que el poder que se arroga cada burguesía para conformar un espacio de acumulación y establecer en él una jurisdicción política. Lo importante no es cómo se presentan las cosas, sino cómo son.

Ese espacio estuvo, en el siglo XIX, en disputa: contra las clases precapitalistas y contra otras burguesías. La soberanía no sólo se forjó contra España, Inglaterra o Francia, sino también contra los indígenas, que fueron liquidados en aras del desarrollo capitalista.

Actualmente, el tema de la soberanía nacional resulta superfluo. El desarrollo capitalista va provocando un proceso de “continentalización” de las burguesías. Los Estados nacionales han dejado de tener sustento real. De hecho, tienen un mayor componente de disputa contra los trabajadores que contra otras burguesías. Eso puede observarse en la evolución de las fuerzas represivas argentinas. El Ejército ha adelgazado y se han ensanchado otras instituciones dedicadas al orden interno. La Gendarmería y la Prefectura tenían la función de cuidar las fronteras. Hoy en día se ocupan de la represión.

Por eso, la “soberanía” no es para todos. No hay ningún “pueblo”. Lo que hay son clases sociales: patrones y obreros. Y estas clases tienen intereses opuestos. El problema de la soberanía es el problema de la dominación de la burguesía sobre los trabajadores.

Por lo tanto, no se defiende un territorio. Se defiende (o ataca) las relaciones sociales que están allí. Con justa razón, la dictadura decía que defendía a la Nación. Es cierto: la revolución la hubiera transformado en otra cosa. Si el Brasil o los Estados Unidos socialistas vienen aquí a entregar el poder a los trabajadores, no hay ninguna soberanía que defender. Los obreros argentinos recibiremos la invasión del Exército Vermelho o del Red Army con los brazos abiertos y, con gusto, dejaremos de ser “argentinos” para pasar a ser algo mucho más digno


Vuelta de Obligado – Día de la Soberania Nacional


Juan Manuel de Rosas


Vuelta de Obligado – Polemica O’Donnell vs Romero en La Nacion

Una epopeya largamente ocultada

 
Pacho O’Donnell

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1325770

El combate de la Vuelta de Obligado es la expresión a cañonazos de un conflicto que recorre la historia argentina: el de las ambiciones de ciertas dirigencias vernáculas asociadas en beneficio propio con las potencias exteriores del momento, enfrentadas con los intereses nacionales, sobre todo de los sectores populares, que en 1845 fueron organizados y armados por su líder natural, Juan Manuel de Rosas.

Obligado es, junto con el Cruce de los Andes, una de las dos mayores epopeyas militares de nuestra patria. Una gesta victoriosa en defensa de nuestra soberanía política, económica y territorial que puso a prueba exitosamente el coraje y el patriotismo de argentinas y argentinos, lamentablemente silenciada por la historiografía liberal escrita por la oligarquía porteñista, antipopular y europeizante, vencedora de nuestras guerras civiles del siglo XIX.

Versión que continúa hoy vigente con algunos cambios epidérmicos y con denominaciones oportunistas que, por ejemplo, incorporan el término «social» para disimular su conservadurismo y continuismo. Corriente que, aprovechando los golpes militares y ante la expulsión de la historiografía peronista y marxista de nuestras universidades, se adueñó del poder que administra cátedras, subsidios, becas, empleos.

Ser revisionista no supone ser «antimitrista». Bartolomé Mitre fue un argentino excepcional que dirigió inmensos ejércitos, tradujo La Divina Comedia , llegó a presidente de la república. Y también escribió los fundamentos de nuestra historia al mismo tiempo que la protagonizaba. Tuvo la sensibilidad social de poner en superficie el heroísmo inconcebible de los caudillos altoperuanos, pero no pudo mantener esa objetividad al ocuparse de los caudillos federales tardíos, a quienes perseguía porque se habían constituido en un serio obstáculo para su proyecto de Organización Nacional. La historiografía que el revisionismo cuestiona se plasmó años después, en parte basada sobre sus escritos, pero sobre todo al calor de una «educación patriótica», cuyo objetivo fue hacer que las masas inmigrantes incorporasen «lo nacional» alimentadas por una versión rígida, simplificada y conservadora de nuestra historia. Cuando se habla de «historia oficial» se debe hablar más de Ricardo Levene que de Mitre.

Corría 1845. Las dos más grandes potencias económicas, políticas y bélicas de la época, Gran Bretaña y Francia, se unieron para atacar a la Argentina, entonces bajo el mando del gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. El pretexto «humanitario», infaltable en toda incursión imperial, tuvo la complicidad de los unitarios emigrados en Montevideo: a los «interventores», como les gustó llamarse a los europeos, no los movía otra intención que apoyar a quienes se oponían al gobierno supuestamente tiránico de Rosas.

Es cierto que Rosas era violento; todos en esa época lo eran, también Paz, Lavalle y Urquiza. En cuanto al terror rosista, es sin duda cuestionable la creación de «la Mazorca», una organización parapolicial para perseguir y amedrentar a los opositores; pero también es cierto que en sus períodos más cruentos, octubre de 1840 y abril de 1842, no murieron más de 60 personas, lejos de las 200 ejecutadas por Urquiza en las semanas posteriores a Caseros.

Los motivos reales de la «intervención en el Río de la Plata» fueron de índole económica. Se imponía el castigo a ese gaucho insolente que desafiaba a las potencias europeas con trabas al libre comercio y medidas aduaneras que protegían los productos nacionales, y fundando un Banco Nacional que escapaba al dominio de los capitales extranjeros.

Gran Bretaña y Francia se habían unido para expandir sus mercados aprovechando el invento de los barcos de guerra a vapor, que les permitían internarse en los ríos sin depender de los vientos y así alcanzar nuestras provincias litorales, el Paraguay y el sur del Brasil. Esas intenciones eran confirmadas por los casi cien barcos mercantes que seguían a las naves de guerra.

Lo más grave para nuestra soberanía era la pretensión de independizar Corrientes, Entre Ríos y lo que es hoy Misiones formando un nuevo país, la «República de la Mesopotamia», que empequeñecería y debilitaría aún más a la Argentina, que ya había sufrido el desgarro de la Banda Oriental, con la insólita anuencia de Rivadavia, y del Alto Perú (Bolivia) ante la indiferencia de Alvear. Sería Urquiza, luego de Caseros y en acuerdo con el emperador de Portugal Juan I, quien reconocería la independencia del Paraguay, algo a lo que Rosas se negó con pertinacia.

Ingleses y franceses creyeron que la sola exhibición de sus imponentes naves, sus entrenados marineros y soldados, y su modernísimo armamento bastarían para doblegar a nuestros antepasados, como acababa de suceder con China. Pero no fue así: Rosas, que gobernaba con el apoyo de la mayoría de la población, sobre todo de los sectores populares, decidió hacerles frente. Encargó al general Lucio N. Mansilla conducir la defensa. Su estrategia fue la siguiente:

1) Era imposible vencer militarmente a los invasores por la diferencia de poderío y experiencia, lo que hacía inevitable que tuvieran éxito en su propósito de remontar el río Paraná.

2) Dado que se trataba de una operación comercial encubierta, el objetivo era provocarles daños económicos suficientes como para hacerlos desistir de la empresa y lograr así una victoria estratégica que vigorosas negociaciones diplomáticas harían luego contundente.

3) Era necesario buscar un lugar del Paraná donde fuera posible alcanzar los barcos enemigos con los escasos, anticuados y poco potentes cañones con que se contaba.

Mansilla emplazó cuatro baterías en el lugar conocido como Vuelta de Obligado, donde el río se angosta y describe una curva que dificultaba la navegación. Allí nuestros heroicos antepasados tendieron tres gruesas cadenas sostenidas sobre barcazas y así lograron que durante el tiempo que tardaron en cortarlas los enemigos sufrieran numerosas bajas en soldados y marineros y devastadores daños en sus barcos de guerra y en los mercantes. El calvario de las armadas europeas y los convoyes que las seguían continuó durante el viaje de ida y de regreso, siendo ferozmente atacadas desde las baterías de «Quebracho», del «Tonelero», de «San Lorenzo» y, otra vez, desde «Obligado». La estrategia de Rosas y Mansilla tuvo éxito y las grandes potencias se vieron obligadas a capitular aceptando las condiciones impuestas por la Argentina y cumpliendo con la cláusula que imponía a ambas armadas, al abandonar el río de la Plata, disparar 21 cañonazos de homenaje y desagravio al pabellón nacional.

Desde su destierro en Francia, San Martín, henchido de orgulloso patriotismo, escribió a su amigo Tomás Guido el 10 de mayo de 1846: «Los interventores habrán visto por este échantillon que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca». Más adelante felicitaría al Restaurador: «La batalla de Obligado es una segunda guerra de la Independencia». Y al morir le legó su sable libertador.

Insólitamente, hay argentinos que siguen empeñados en negar la importancia de Obligado y hasta objetan la victoria patriota. Aliados así otra vez con los invasores del 45, sobre todo con Francia, que, al calor de la humillación sufrida, insiste aún hoy que la guerra del Paraná le fue favorable. Aducen para ello que superaron las barreras de Obligado, remontaron el Paraná hasta su fin y regresaron. Como muestra, en el Panteón de Napoleón donde se exhiben las banderas enemigas tomadas en victorias militares, se exhibe en el puesto 32 una enseña argentina manchada en sangre recuperada de alguno de los lanchones que sostenían las cadenas.

Pero lo que demuestra su derrota es que no se cumplieron ninguno de los objetivos de la invasión de las potencias: las provincias litorales siguen siendo argentinas, el Paraná es un río interior de nuestro territorio y la Argentina no es un protectorado británico, como habían acordado los unitarios con las potencias «interventoras».

Serían otras las formas, más sutiles y eficaces, que las potencias invasoras, sobre todo Inglaterra, pondrían en juego en el futuro para restañar las heridas y para dominar hasta 1945 nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura con la complicidad de sus «socios interiores».

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Transformar la derrota en victoria

Luis Alberto Romero

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1325771
El Gobierno anuncia la gran celebración de un aniversario de la Vuelta de Obligado, la batalla en la que, el 20 de noviembre de 1845, las tropas de Rosas intentaron inútilmente bloquear el acceso de la flota británica por el río Paraná. Paralelamente, los escritores neorrevisionistas baten el parche y despiertan sentimientos e imaginarios de un nacionalismo hondamente arraigado en nuestra sociedad. A la vez, por qué no, realizan un buen negocio editorial.

Como de costumbre, anuncian la revelación de un episodio que la «historia oficial» ha mantenido oculto. En realidad, el episodio de la Vuelta de Obligado puede ser leído en casi cualquier libro que se ocupe del período. Por ejemplo, en dos autores clásicos y de ideas diferentes: José Luis Busaniche y Ernesto Palacio. Dos probos historiadores británicos, H. S. Ferns y John Lynch, han dicho todo lo que necesitamos saber acerca de las trapisondas del lobby de comerciantes e industriales de Liverpool y Manchester, que presionó permanentemente sobre la política del Foreign Office en el largo conflicto de la Cuenca del Plata. Tulio Halperin Donghi, hace 40 años, trazó un balance equilibrado del asunto, bastante favorable a Rosas: sin cuestionar los sólidos lazos que ligaban con Gran Bretaña a los hacendados y comerciantes porteños e ingleses -dice-, Rosas defendió encarnizada y a la larga eficazmente la independencia política de la región, en la época de la «política de las cañoneras», cuando nadie podía asegurar cuáles serían los límites del colonialismo europeo. Rosas puso esos límites.

Coincido con esos balances, que destacan no tanto las heroicas acciones militares en el Paraná como la tozuda y cazurra práctica diplomática de Rosas en los cuatro años siguientes. Me parece más difícil de aceptar, en cambio, que la batalla del 20 de noviembre de 1845 haya sido una gran «epopeya nacional», como se dice.

En primer lugar, fue una derrota. Honrosa y heroica, sin duda; victoria moral, como nos gusta a los argentinos; pero derrota al fin. La de los ingleses fue quizás una victoria a lo Pirro. Pero vencieron. Cortaron las cadenas, rompieron el bloqueo y llegaron con sus barcos a Corrientes, donde la sociedad local admiró los nuevos barcos de vapor y las damas alternaron y coquetearon con los oficiales británicos.

Sin embargo, sus logros fueron escasos. Los mercados de las provincias litorales eran menos atractivos que lo supuesto. Ninguno de los jefes políticos antirrosistas, en armas en las provincias litorales, quiso comprometerse con los ingleses. Los comerciantes británicos en Buenos Aires continuaron acumulando pérdidas con el bloqueo y reclamando una solución pacífica. Dicho esto, sopesemos el argumento de los neorrevisionistas: las fuerzas militares de Rosas, luego de la derrota del 20 de noviembre, practicaron una tenaz y meritoria guerrilla de retaguardia, que ocasionó pérdidas a la flota y a los buques mercantes ingleses. Un problema más. Por entonces, otros problemas en su vasto imperio informal reclamaron la atención del gobierno británico . En 1846 Aberdeen, cultor de la «política de las cañoneras», fue reemplazado en el Foreign Office por Palmerston, partidario del camino negociado. Hubo una nueva evaluación de la situación del Plata, y aunque el bloqueo se mantuvo hasta 1849, finalmente se llegó a un acuerdo muy honroso para el gobierno de la Confederación, en el que Rosas obtuvo lo que no pudo lograr en el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el fracaso de la guerra. La negociación y no la epopeya.

¿Fue «nacional» esta acción? También me parece dudoso. Los revisionistas y neorrevisionistas comparten una idea, de origen alemán, acerca de la existencia de una nación eterna, existente desde siempre y animada por el «alma del pueblo», el volgeist . Una idea importada, pensada para otras realidades, que nuestro nacionalismo aceptó con entusiasmo y aplicó a nuestro caso. Los historiadores profesionales sabemos que las naciones no existen desde siempre, sino que se construyen, en circunstancias determinadas. Casi siempre son impulsadas por Estados, que encuentran en el imaginario nacional su mejor legitimación.

En rigor, en 1845 el Estado nacional argentino todavía estaba en construcción; toda la Cuenca del Plata era un hervidero, y ni siquiera estaba claro qué parte de ella -¿el Uruguay o el Paraguay?- correspondería a la Argentina. Muchos conflictos estaban pendientes de resolución y era difícil saber cómo terminaría la historia, y en consecuencia, cuál de los intereses en pugna sería el «nacional». Nuestros neorrevisionistas dan por sentado que Rosas defendía el interés nacional. Quizá. Pero en la época había opiniones diferentes sobre cómo organizar el país, especialmente entre correntinos, entrerrianos y santafecinos, por no mencionar a uruguayos y paraguayos, cuya independencia Rosas cuestionaba.

En cambio es seguro que Rosas, bloqueando el Paraná e impidiendo la libre navegación de los ríos, sostuvo los intereses de Buenos Aires, una provincia que, bueno es recordarlo, hasta 1862 vaciló entre integrar el nuevo Estado o conformar un Estado autónomo. Rosas defendió con energía el monopolio portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra Rosas estaban quienes creían que la libre navegación de los ríos los beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas elegía exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la «pérfida Albión»-, el Pacto de San Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en 1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los neorrevisionistas hablan del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a nuestra Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la Constitución el fundamento de nuestro orden institucional nos resulta imposible acompañarlos en esa posición.

Transformar una derrota en victoria. Hacer de una batalla donde primaron los intereses particulares de Buenos Aires un jalón en la construcción de la Nación. Todo eso es algo más que una opinión, poco rigurosa pero aceptable en un terreno por definición opinable, como lo es el pasado. Tal manera de ver las cosas constituye una parte central del «sentido común» nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión. En su tiempo, el revisionismo ayudó mucho a construirlo. Los escritores neorrevisionistas -confieso que me cuesta llamarlos historiadores- pulsan esa sensibilidad, la refuerzan, y adicionalmente la convierten en un buen negocio: bien publicitado, el nacionalismo patológico vende bien.

Digo nacionalismo patológico porque hay, en mi opinión, otro nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación. Pero en el sentido común de los argentinos predomina aquel otro: una suerte de «enano nacionalista» que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. Gran Bretaña y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del «enano nacionalista» ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era «apátrida» y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas.

Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así, nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos -tarea en la que ayudan estos escritores neorrevisionistas- e incluir en su campaña general contra diversos enemigos -la lista es conocida- este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos logrado desterrar al «enano nacionalista». Hoy, yo al menos lo dudo.